Descalzos
No andes descalzo, repetían nuestras
madres, los resfriados entran siempre por los pies. No duermas con la ventana
abierta, ni con la persiana subida. No tomes café más allá de las siete ni
cenes más tarde de las diez, no serás capaz de dormir después. No trasnoches ni
estés en cama hasta las doce. No veas tan cerca la televisión, te quedarás
ciego, no metas los dedos en el enchufe, no te acerques tanto a la barandilla
del balcón ni saques la cabeza entera por la ventanilla del coche.
No salgas a la calle con el pelo
húmedo, ni te pongas la ropa mojada, no des limosna a los mendigos ni conversación
a los extraños. Sobre todo no des conversación a los extraños.
Come pescado al menos una vez a
la semana y cinco piezas de fruta al día.
Decían las madres, y lo pienso yo
mientras paladeo un zumo de naranja natural, que han exprimido en la cafetería
del museo, tan turística y aséptica. Tan ajena a los horarios, ha sido el único
lugar decente que nos ha ofrecido de desayunar a la una y media de la tarde.
Hablas con el camarero en voz alta como si fuera uno de nuestros mejores
amigos, el camarero extraño hasta hace cinco minutos que podría estar
disfrazado de camarero y ser en realidad un asesino a sueldo de la mafia
neozelandesa. Tu melena húmeda ha creado al contacto con tu fina camiseta un
curioso dibujo en tu espalda, que comienza en los omóplatos y dibuja un arco
descendente desde allí hasta casi las caderas. De lejos, desde este sofá de
plástico que los diseñadores nórdicos nos quieren hacer pasar por caro, podría
decirse que tienes las alas plegadas.
Nadie diría, al ver esa sonrisa
de veintipocos tan radiante, que no has dormido hasta el amanecer, con la
ventana de par en par, y que anoche, después de mil cafés y una pizza a
medianoche, caminamos por la ciudad bajo la tormenta hasta que nuestra segunda
piel volvernos anfibios. En un rato saldremos de la ciudad, pondrás los pies descalzos
en el salpicadero, sacarás la cabeza por la ventanilla, nos meteremos mano de
nuevo en un área de descanso y nos recorrerá la electricidad todo el cuerpo.
Porque los dedos, en efecto,
tienen mejores lugares donde meterse que los enchufes. Ahí tenían razón las
madres, ya ves.
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